Los recortes de personal, el no cubrimiento de las bajas, la infrafinanciación de los dispositivos de salud mental y el incremento de los malestares somáticos y psíquicos por las condiciones adversas del trabajo y de la precariedad de las condiciones de vida, están desmantelando la salud mental pública, trasvasando la demanda del malestar ciudadano y el dinero público al sector privado. El capital, las formas de vida, enferman al ciudadano, diremos con Mark Fisher, y luego las compañías farmacéuticas internacionales le venden drogas para que se sienta mejor. Las causas sociales y políticas del estrés quedan de lado mientras que, inversamente, el descontento se individualiza e interioriza. La estrategia es clara: breves consultas con inviables listas de espera para la inmensa mayoría de la población y unas otras opciones que variarán según se pague, en un sistema que se desentiende de la prevención, de los determinantes subjetivos y sociales del malestar y que al final reduce su objetivo terapéutico al uso masivo de psicofármacos